Tras la puerta



Los fantasmas te torturan cada noche. Cansado de la inútil existencia que llevas y esas malditas pesadillas te están volviendo loco. Todavía tienes los brazos vendados, las heridas todavía no sanan y las pastillas que siguen sin hacer efecto.

       Siempre es el mismo sueño: tú, caminado sobre el pasillo estrecho ni una sola luz sobre él. Frotas las paredes para no caer y al final del pasillo su puerta.

—No vayas.

       Esas voces, nunca le hiciste caso a esas voces y cuando sólo empujas un poco la puerta la ves a ella, besando a aquel otro que no logras distinguir quién es. Le dice "te amo" mientras le frota el miembro listo. Se lo lleva a su boca, hasta el fondo de la garganta, se ahoga pero continúa con la felación. Los miras, ellos, ignorando tu presencia, continúan. Sus movimientos aceleran. Él la toma de la cabeza con ambas manos. Se miran. Deseas gritarles que se detengan, pero la excitación sube por tu entrepierna con sólo verla. Él llega dentro de ella. Ella traga el semen de él.

       Tú mujer ofrece el culo, la quiere dentro y él la complace. El sonido de sus cuerpos chocando. Ella gimiendo de placer, como tú nunca lograste que lo hiciera cuando se amaban. No puedes evitarlo, la deseas, por eso te frotas con fuerza, te duele, te gusta. Ella gime, sus senos botan suculentamente. Tú sigues con la verga caliente, dura. Ella gime, quiere más. Tu mano, el movimiento de la muñeca, pronto acabarás, lo sientes, unas pequeñas palpitaciones y después los dos juntos, ella con un gemido tan placentero que sólo mejora tu erección.

       Retomas la respiración. Ya no quieres mirar, la deseas a ella, contigo, no con él. Ella sobre él, continúan. Quieres que se detengan.

—Fracasado. —Esas malditas voces otra vez.

— Fracasado, mira lo que has hecho…  —Intentas ignorarlas con un ligero movimiento de cuello.

— La perdiste y la culpa es sólo tuya, imbécil.  —Frotas tus sienes, un pequeño tic en la comisura de los labios.

—No tienes el valor para detenerlos, cobarde. —El pecho te quema, el coraje va en aumento. Ella lo besa, lo acaricia. Un incomodo dolor en el cuello, el mareo. Él hunde sus dedos en ella, le besa los senos. Ella se aferra a él.

—Ya basta —Repites mientras cierras los ojos. El sonido húmedo de los dedos frotando el clítoris. Tus puños cerrados con fuerza.

—Míralos...  —Ella a punto de llegar de nuevo.

—¡Míralos! —Volteas el rostro, los ojos cerrados. El coraje, el dolor de cabeza, el mareo, las nauseas. Comienzas a llorar.

—Eres patético.

—¡Ya basta! — Abres los ojos y él te mira, se ríe de ti. El cuerpo de ella se arquea y cae rendida sobre la cama. Él no deja de mirarte. Se ríe de ti. Ella duerme. Él continúa acariciando su cuerpo inmóvil.

—Detente, ya basta. —La mano de él, acariciando los senos de ella, jugando con los pezones.

— ¡Qué te detengas! — Intentas caminar hacia él, no avanzas. Él sigue riéndose de ti. Sus manos envuelven el cuello de ella.

— No de nuevo... — Las manos de él comienzan a estrangularla. Ella se despierta, Intenta defenderse. Lo mira con terror. Le hunde las uñas en los brazos. Sangra, pero él no se detiene.

— ¡NO! ¡Ya basta! ¡Detente! Por favor, detente... — Él aprieta con más fuerza y a ella le falta el oxigeno. La mirada de ella sobre él. Haces un esfuerzo para acercarte, correr hacia él, pero no avanzas, no puedes, sólo miras. Ella se muere y tú no puedes detenerlo. Él la estrangula al punto de romperle el cuello. Sientes en las manos el crujido de su cuello. La suelta y él se desvanece.

       Ya puedes moverte y te acercas a su cuerpo inmóvil. Su mirada perpleja, con el miedo y la muerte recién adherida. Le lloras a su cadáver.

— ¡Ya basta, por favor! por favor... Lo siento... ¡Ya deja de mirarme! —Le gritas.


(…)


Despiertas empapado en sudor, las imágenes todavía te estremecen. Otra vez el mismo sueño. Las pastillas siguen sin funcionar. Sabes que nada de eso es verdad, sólo es un sueño.

       Ella siempre estará contigo, lo sabes, pero estás inquieto, la necesitas, así que te levantas para ir al cuarto del fondo, el del pasillo sin luz. Empujas un poco la puerta y la miras, ella está ahí recostada. Entras despacito para no hacer ruido. Te acercas y te sientas a un lado de ella.  Le acaricias el cabello, su rostro... Nunca recobrará su rostro apacible.

       No la querías lejos y aquella noche todo se había terminado, te lo dijo. Ella amaba a alguien más. Le suplicaste que no se fuera, que no te dejara solo, pero ella te aborrecía. Le dijiste que todo sería distinto, que cambiarías, por ella.

—Eres patético...  —Te dijo mientras guardaba sus cosas en la maleta. Se reía de ti. La amabas y ella no hacía más que decirte lo ridículo y patético que te mirabas. Tomó su maleta, se dirigía hacia la puerta.

— “Que no se vaya” — El cuello comenzó a dolerte.
—“Que no se vaya” —El dolor de cabeza.
—Eres tan poca cosa, tan miserable —El mareo, el cuello, su mirada, su maldita y asquerosa risa y el cuello que no deja de doler. La tomaste del brazo con fuerza. Ella se jaloneó para soltarse.

—Ya basta —Repites pero ella no se calla. Quiere que la sueltes.
—¡Ya basta! —Ella se defiende, te pega, hace mucho ruido. Le pegas y cae al suelo.
—¡Idiota! —Sangra de la nariz. Sigue gritando, hace mucho ruido. Te acercas, ella no quiere que te acerques, te rasguña. La tomas del cuello, ella hunde sus uñas en tus brazos. Te mira, se miran. En ella ya no queda nada de la mujer que amaste. Te da asco. Ella llora, se ahoga. Su cuello cruje.

       Cuando reaccionas sientes su frágil cuello entre tus manos. Su mirada perpleja, mirándote como nunca te miró, con miedo, con respeto, con terror. Ahora estaba en silencio, con una mueca deforme en el rostro que no emitía el asco que te tenía. No más insultos, no más quejas.

       La deseas, así, pasiva, sin ruido, en silencio. La mataste maldito imbécil y desde entonces le haces el amor cada noche.

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